El otro día seguí por la calle a una chica que iba pegando
pegatinas de mini corazones amarillos por toda Cracovia.
Iba despacio, abstraída, pegando estas pegatinitas sobre
diferentes sitios en la calle, no parecía seguir un criterio coherente, pues
las pegaba cada vez en un sitio, en las paredes, en el suelo, en los bancos, en
los bordillos de la acera, en las puertas...
Caminaba desde su casa hasta el centro y en un cruce en Planty
se detuvo, pegó un corazón justo debajo de sus pies, sonrió y se quedó ahí
mismo, al sol por un momento, miraba los árboles y sus hojas, también amarillas,
como los corazones que llevaba escondidos en el bolsillo de su abrigo. Puede
que estos corazones y las hojas del otoño tuvieran un paralelismo que hasta
entonces ella ignorase, o que tal vez aún por puro despiste ni haya asumido. Al
fin y al cabo no se sabe si estamos en otoño, invierno, primavera o verano, en
la última semana hemos atravesado todas las estaciones del año casi sin darnos
cuenta, ya no sabemos cuándo cambiar las hojas, el pelo o los corazones.
Por la noche salió de su casa, yo sabía dónde vivía y decidí
ir sigilosamente tras ella. De nuevo iba hacia el centro, compró chicles en un kiosco
de Plac Wszystkich Świętych, compró un paquete de sabor de fresa y otro de
menta, los guardó en su bolso y volvió a sacar de su bolsillo la bolsa llena de
corazones de pegatina que pegó con gesto de felicidad en el trayecto hasta Ul. Mikołajska,
lo hizo incluso delante de las narices de la policía sin reparar en la
presencia de los agentes. Pero había algo latente en sus acciones y es que ella elegía despacio qué corazón
pegar en cada sitio, sacaba la bolsa y metía su mano derecha en ella esparciéndolos
dentro de la bolsa y observándolos con gesto como de estar comparándolos, a pesar de
que todos los corazones eran iguales… ¡yo creo que eran el mismo!. Finalmente se
decidía, extraía uno, le arrancaba el papel de la parte trasera y lo fijaba por
ahí, en cualquier sitio. Yo desde fuera podía ver con claridad todo el proceso porque
la bolsa era transparente, era un secreto a medias… y yo no sé si ella lo
sabía.
Su manera de actuar era comparable a la de un niño que se
saca una bolsa de chucherías del bolsillo, las mira despacio y escoge cual
quiere comer en ese momento con una mezcla de ansia y premeditación, los niños
saben que las chucherías se acaban. También estos corazones se podían acabar,
como los chicles de los paquetes que había comprado hacía dos minutos en Plac
Wszystkich Świętych, por eso sacaba los corazones de la bolsa con consciencia de
de lo que hacía. O eso me gustaba pensar a mí. Me preguntaba también si ella
sentiría entre sus manos el calor de la bolsa de corazones, como cuando llevas
mucho tiempo las chucherías en el bolsillo y éstas están pegajosas, blanditas,
calientes… ¿serían esos corazones también elásticos como una lombriz de
gominola?.
Se metió en un bar, donde no sé si pegó corazones, tal vez
uno o dos, yo quería pensar que no, tuve la sensación de que sin que yo lo
viese ella hubiese pegado un corazón en un cenicero por ejemplo, y temí que la
camarera lo reemplazase por otro limpio y el corazón adherido al cenicero usado
se destruyese cruelmente en el lavavajillas. Estuvo allí un par de horas y al volver a
casa fue siguiendo los corazones que había pegado durante todo el día, aunque
no le pillasen de camino a casa, no le importaba, sin perder la sonrisa hizo un
recorrido nocturno por toda la ciudad posando su dedo índice sobre cada uno de
ellos como si se tratase de algo que le aportase una energía desmesurada.
Pero ¿por qué habría pegado todos esos corazones amarillos?,
¿de dónde salían?, ¿qué querría decir con ellos?, ¿eran gominolas o eran
corazones?.
Me pregunto qué pasa con todas las partes traseras de la pegatinas, dónde van a parar esos corazones de papel antiadherente, e igualmente me pregunto si hay corazones amarillos pegados en su cocina,
en su lavadora, en sus zapatos, debajo de su cama o en su cepillo de dientes... y qué hará cuando ya
no le queden más.