Después de comer decidí hacer en el estudio una especie de
experimento incidiendo con alfileres sobre un acetato que después entinté e
intente inútilmente estampar sobre papel rosa.
Había ido a la papelería del barrio y resulta que no tenían
punzones, los típicos punzones de toda la vida que usábamos de niños, con mango de madera y
punta afilada y dura, los usábamos para hacer agujeritos pinchando en un folio
colocado sobre una especie de esponja recubierta con una capa de algún material
como loneta plástica que hacía que la punta del punzón se resistiese levemente
a salir cuando levantábamos con él la mano para disponernos a realizar el
siguiente agujero, como si esa esponja o esa capa tuviesen algún poder succionador
desconocido. Tenía cierta predisposición a que el experimento de grabado casero
saliese mal por la culpa de que no vendiesen punzones en la tienda de la
esquina y así fue, pero salió mal por otros motivos, simples e igualmente
predecibles.
Tras lavar y recoger todo, me puse el abrigo cuando mi amiga
telefoneó para comunicarme que su profesor de Español había obtenido un puesto
de trabajo fuera de la ciudad, y ella estaba muy alegre con la noticia pues no
sabía cómo decirle que era un profesor nefasto y que no desea tener más clases
con él. La noté muy animada y así salí del estudio corriendo a su casa para
tomarme un té con ella y charlar después de la jornada del trabajo, al llegar
abajo, al portal me di cuenta de que no llevaba gorro, y hacía frío. Por
accidente había dejado en mi casa mi gorro de perro oveja que a nadie le gusta
y el cual uso más y más pues empieza incluso a seducirme gradualmente esta idea
de que la gente lo deteste o se avergüence en público de que yo lo lleve
puesto. Pero valiente y sin gorro de perro oveja, corrí a la parada de tranvía
más cercana.
Llegué justo a tiempo de atraparlo y esa sensación dinámica de movimiento
esquivando el frío me llenó de energía y satisfacción. Pero en la primera
parada tuve que abandonar el vagón… pues me di cuenta de que dejé mi monedero
en el estudio, no llevaba la tarjeta mensual de transporte ni tenía suelto
perdido en mi mochila para comprar un billete, ya no podía volver a buscarlo, así que seguí a pie hasta casa de
mi amiga, que tampoco estaba tan lejos. Tomé la calle de la oficina central de
correos y en la acera me detuve ante un escaparate que no supe muy bien cómo
entender. Me detuve, hice un par de fotos y seguí el camino, no reparé mucho
pues me imaginé en diez segundos que la dependienta de la tienda había salido a
la tienda contigua a comprar un pastel y que se molestaría al descubrirme
fotografiando su ostentoso tesoro escenográfico. Así que fue una acción rápida.
Ya cerca de la casa de mi amiga, me pareció que hacía frío y
en mi cabeza fría, pero agitada surgió una hipótesis sobre un profesor de
Español fugitivo y comencé a imaginar que tal vez el profesor de Español de mi
amiga le hubiese dicho que se marchaba de la ciudad pues él mismo no dispusiese
de los conocimientos suficientes para enseñar Español, al menos en un nivel tan
alto como las exigencias de mi amiga requería.
Entonces por un lado me imaginé a su profesor, latino, con
sus maletas esperando el tren y por otro lado me le imaginé en su casa
tranquilo por haberse deshecho de una alumna tan sagaz. También me imaginé que incluso lo habría hecho
en más ocasiones y que cambiando de aspecto e identidades siempre vivía en
Cracovia enseñando Español básico a polacos básicos, máximo de tres clases con
el mismo alumno y de nuevo reencarnación en el siguiente rol latino.
En cualquier caso, la luz roja duró mucho hasta que por fin
conseguí cruzar el paso de cebra y teclear el número del portero
automático.
Charlas, risas, té, celebración del nuevo puesto de mi amiga en una
importante empresa y vuelta a casa, en tranvía, porque mi amiga fue tan amable
de prestarme 3 zlotys para comprar un billete sencillo de tranvía y que no me
atropellase algún vehículo pensando sandeces mientras espero cerca los pasos de
cebra.